Imaginemos que existe una niña, tiene nueve
años, le gusta vestir como si fuera adulta y también disfruta de sus horas de
recreo en el colegio. Parece una niña muy normal. Sin embargo, las historias
generalmente empiezan en la infancia y terminan en un pabellón psiquiátrico.
Las experiencias personales y su narración en
este apartado no serán tan importantes como la descripción de mi paso por los
pasillos del hospital, que por motivos de discrecionalidad no diré el nombre.
Para empezar, el motivo por el que llegué al consultorio de psiquiatría no fue
el mismo por el que llegué al de psicología, el cual fue el primer consultorio
con el que me topé. Llegué al consultorio de psicología con la mente en blanco
y un nudo en la garganta. No estaba pasando un buen momento, ni sentimental, ni
financiero, ni intelectualmente; generalmente era lo emocional lo que más me
afectaba. Las pesadillas, el sudor corporal, el temblor en el cuerpo, todo en
conjunto me estaba agotando y hacía que cada vez que observaba situaciones de
riesgo me viera en introducida en ellas. Entonces llegué al consultorio,
después de un mes de espera para concretar la cita, así que cuando entré y me
presenté ante la psicóloga solo tenía la esperanza de que todos mis problemas
se arreglaran. Ella me hizo una serie de preguntas a las cuales respondí con
verdades a medias, pero le conté lo que de todas maneras pensaba que devenía en
la raíz de mis problemas psicológicos. Y no, no era sobre problemas de pareja.
Aparte, a medida que transcurría la conversación, le comenté sobre algunos
pensamientos extraños y profundos que me sobrevenían cuando estaba con personas
a las que se supone tenía que querer con toda mi alma, y para motivos de hacer
interesante este diario escribiré algunas palabras clave al respecto: dolor, colores
grises, venganza, muerte, ira. Después de 45 minutos de conversación me derivó
a psiquiatría.
Pasaron 4 meses hasta que me dieron una cita en
el consultorio de psiquiatría del mismo hospital estatal, y dos meses más hasta
que se concretó la cita. Medio año seguí con los mismos pensamientos con los
que peleaba internamente para que desaparezcan, medio año más estuve con
pesadillas, con temblores, luchando para no exponerme en la universidad, para
no colapsar en el suelo y ver a todos con ojos expectantes como mi cuerpo se
desvanecía en una tormenta de nervios. No había manera de sobrellevar lo que me
estaba ocurriendo, intentaba poner en práctica pensamientos positivos pero mi
problema se había vuelto neurológico. En el consultorio de psiquiatría estuve
un año, me recetaron una serie de pastillas que me ayudaron a sobrellevar los
días junto con terapias con el mismo doctor. No supe de mis diagnósticos hasta
después de ese año; es decir, durante la pandemia me enteré por casualidad que
tenía dos diagnósticos en mi contra. En el año 2020 aunque el sistema de salud
se esforzaba por no limitar medicamentos a la población de pacientes, no pasó
mucho tiempo hasta que me dijeron que mi SIS (Sistema Integral de Salud) no
servía para tratamiento psiquiátrico. Me entregaron mis papeles, que no sabía
que existían hasta ese momento, y me dijeron que averigüe en postas o centros
de salud cercanos a la zona en donde vivo si tenían servicio psiquiátrico.
Nunca me había sentido tan desolada y abandonada. Estaba perdida, sin rumbo, lo
último que recordaba es que mi psiquiatra (al cual lo llamaba con el nombre “doctor”
porque no quería que nadie se entere que iba a un servicio de psiquiatría) me
había prometido tomar decisiones juntos y que llevaría terapia en el servicio
de psicología del hospital. Recuerdo que estaba entusiasmada, veía mejoras, me
sentía normal, quería más de la vida. Sin embargo, con la pandemia devino la
desolación, todas las esperanzas de recuperación se habían desvanecido.
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